miércoles, 8 de octubre de 2008

DE LA TERRAZA AL SUBSUELO, SIN ESCALAS

Corbatta, Maschio, Angelillo, Sívori y Cruz. ¡Chofer, bajamos en la próxima!


El asesinato de Linker, además, está perfectamente encuadrado en el medio de una polaridad sorprendente por cualquier lado que se lo quiera asir o abordar. El paso de los años decanta inexorablemente los detritus y otras turbiedades. En materia futbolera, estrictamente deportiva, de los incomparables Carasucias de Lima 57 al resonante 6 a 1 de los checos en Suecia 58; en lo institucional, de la boqueante pantalla de asociaciones jurídicas sin fines de lucro como teóricamente tendrían que ser los clubes se van perversamente a travestir en lo que un juez en lo penal va a llegar a rotular Sociedades Anónimas que amparan el accionar de asociaciones ilícitas, ya en 1967, y a las barras bravas complemente al sol como manifestación de delincuencia social organizada, y apenas había dado comienzo el reinado empresarial, como ya se vio en La Nación, que sucedió en 1959. A todo esto, ¿quién dijo Estado o autoridades pertinentes?

Acotando al máximo lo témporo-espacial, el de Linker contabiliza todos los lugares comunes de estos asesinatos cuyo incremento, año tras año, va a acortar los lapsos entre uno y otro, para a partir de Puerto Argentino llegar a ser casi una catarata de cadáveres. Por lo tanto, más que obvio, aquel 19 de octubre, hace medio siglo, fue preludiado por una refriega de aquellas entre la hinchada visitante y la Policía Federal, seguida después de una mirada de Yo no fui, a mí por qué me miran por parte del aparato de administrar justicia teóricamente independiente, y la cereza del postre, como no podía ser de otra manera, la AFA, bajo la batuta del frondicista Raúl H. Colombo, produciendo un bochorno público que sigue siendo si alguna vez van a proseguir con de la asamblea pasada a un cuarto intermedio que hasta el momento de estarse tipeando esta bitácora todavía sigue, rendir cuentas jamás, y tras cartón una amnistía al paso que exhibe, para no dejar lugar a dudas, que todos somos iguales ante la ley, pero hay algunos que son más iguales que otros.

Sobre todo, más grandes y poderosos.

Pero lo que no se puede pasar de largo y menos ignorarlo es el editorial del vespertino La Razón que todavía no se había despulgado del asesinato de su abogado, el doctor Marcos Satanowsky, ocurrido el 13 de junio del año anterior, la Cámara de Diputados había nombrado una Comisión Investigadora, Rodolfo Walsh seguía publicando sus informes semanales en Mayoría y estaba a punto de traerse de Paraguay una confesión escrita y firmada de puño y letra sobre la autoría de Américo Pérez Grisen, ex agente de la SIDE y vendedor de armas, y en sus ediciones del martes 21 de octubre de 1958, a dos días del asesinato, cuando por primera vez se anoticia a la sociedad argentina propalando la existencia de unas llamadas barras fuertes. Encima dando detalles, como se verá después. Uno de los cabecillas de esas barras fuertes, para nada casualmente, era el presidente de un club fundado en Sarandí con su hermano menor Héctor, que era el Nº 10 y capitán del equipo, porque si bien eran acérrimos hinchas de Independiente de Avellaneda desde que largaron el biberón, ahí el negocio de traficar con ganado de dos pies estaba copado por un caudillo del fuste y la envergadura de don Herminio Sande, encima punto radical de toda la zona con Crucecita como epicentro. Era Julio Humberto Grondona y lo fundado, patinando con uñas y dientes en la 1ª D para no caerse al vacío, era el Arsenal Fútbol Club, batiendo la zona del Sarandí del viaducto y alrededores, al parecer bastante descuidada de ojos avizores de talentos, porque en la primera parte de los ’50 el Arsenal de Lavallol fue un semillero ya había dado lugar al surgimiento de ejemplares de fuste, tal como Humberto Dionisio Maschio, (a) El Bocha, y Antonio Angelillo, dos de los tres Carasucias de Lima 57, más otras figuras de relieve no sólo nacional como Vladislao Cap y Angel Clemente Rojas, (a) Rojitas, chatarrero de los desperdicios de las fábricas metalúrgicas de los alredores junto a los hermanos Spadone, todos oriundos de Avellaneda y alrededores.

Casi se podría decir que ese trío de centrales fueron algo así como la quinta esencia de los Carasucias, unos mocosos que apenas si alcanzaron a jugar juntos media docena partidos y se convirtieron en leyenda, consagrándose campeones sudamericanos con un rotundo 3 a 0 al Brasil que ya tenía a Pelé en el banco y que partir del año siguiente empezaría a tomar la costumbre de quedarse con la copa Jules Rimet. Era tal la suficiencia y la autoconfianza que El Loco Corbatta solía comentar no sin segundas que la noche del Brasil de Brandao, El Patón Rossi, con un faso colgándole displicente de la boca y la cena a medio digerir, había entrado al vestuario y dirigiéndose al siempre amable DT, le preguntó con toda seriedad:
-Maestro, ¿a quién le tenemos que ganar esta noche?
Ni el fixture sabían.

El Bocha fue vendido al Bologna en una cifra no tan astronómica como la que pagó la Juventus por El Cabezón Enrique Omar Sívori, quizá incluso hasta algo menor de lo que desembolsó el Inter de Helenio Herrera por Antonio Angelillo, pero por ahí anduvo, y terminó su carrera nada menos que en Racing de José de 1967, el primer campeón mundial de clubes, y después con un discreto paso como DT. El circuito montado para esa tierra de nadie de Avellaneda Sur y el ramal hasta Temperley, para no superponerse con los Diablos Rojos de Sande & Cía., estaba formado por Arsenal de Sarandí como punto de arranque, un Quilmes Atlético Club siempre medrando en la 1ª B para no perder la costumbre y utilizado escala técnica para el fogueo porque siempre fue una división donde se aplicó más la suela fuerte que las exquisiteces, y luego catapultarlos vía el Racing Club o River Plate. El artífice de todo eso era un personaje de fuste en toda la zona, públicamente ignorado, sólo rescatado del olvido en el libro que sacó Roberto Perfumo: El Gordo Díaz. Un personaje cuya figura se agranda si se toma en cuenta que en aquellos años no había intermediarios ni gerenciamientos que se parezcan.

Hijos de un ferretero con corralón de materiales, los Grondona no han terminado todavía de cumplir un periplo que por lo menos se puede calificar de singular. Julio Humberto, el más sagaz, cara de póker y frases hechas con tono para nada amistoso, todo lo contrario, para hacer rebotar cualquier interrogante de fondo, va a volver a Independiente en los '70, se va a encaramar en la presidencia y de allí la otra estación fue el máximo sitial de la AFA, el Ministerio de la Pelota, de la mano del entonces todopoderoso Carlos Lacoste como último recurso porque los candidatos que tenía primero le fallaron. Su debut fue hacerle cantar la palinodia en su flamante despacho al morocho Rudolfo Manso, por entonces en Vélez y que había jugado de marcador de punta derecha para el Perú del famoso 0-6 de Rosario en el Mundial 78 y se había atrevido a deschavar, con algunos vinos demás, en la compañía de un exótico auxiliar del Colorado Manuel Giúdice, por entonces DT de los de Liniers, a los que algunos recurrían por las dudas, como era el ex campeón de los medianos Jorge Fernández, luego impulsor de un próspero quiosco solidario como la mutual para la Casa del Boxeador, y en rociada sobremesa compartida le habría confidenciado cómo habían sido los detalles de la vendida. Vaya a saberse cómo, aunque todos lo sepan, fue recepcionado por el oído indiscreto de uno de los periodistas que nunca faltan y ardió Troya.

De ahí en más hasta la fecha, Don Julio ha sido inexpugnable a los cambios de gobierno, movidas de piso, zancadillas y otras delicadezas. Para colmo, a la sombra del brasileño Joao Havelange, consiguió trepar hasta la vicepresidencia en la FIFA que había dejado vacante Lacoste y hoy por hoy es el tesorero de la más grande Multinacional del Entretenimiento masivo, cargo que mantiene a pesar del relevo producido por el ascenso de Joseph Blatter.

Por el otro lado, hasta un enfrentamiento con su hermano mayor, Héctor cosechó como dirigente del Arsenal F.C. y también un retorno a Independiente el récord de ser el dirigente más sancionado por hechos de violencia. No hizo diferencia entre divisiones inferiores de los contrarios, árbitros, lo que sea. Nacer, crecer y sobrevivir, en Crucecita, no es moco de pavo.

Por su lado, para Julio H. todo parecen ser rosas. No sólo un chalet en La Brava de Punta del Este, a un paso de la para nada sobria residencia de Emir Yoma, con quien han emprendido en Buenos Aires más de un considerable negocio inmobiliario, total el cemento, la cal, arena y el canto rodado está asegurado por el corralón de Sarandí, en cuya oficinita sigue atendiendo las discretas cuestiones de la casona de Viamonte al 1300, sino que bajo su sultanato jamás la Argentina ha ganado tanto deportivamente –otro título mundial, un subcampeonato, dos olímpicos, docenas de Copas América y de tantas otras que el hipermercantilismo deportivo no deja de inventar-, pero en el haber tiene la mayor cantidad de muertes de a una, ya que va bordeando los dos centenares, y el desarrollo de los barras bravas como factor autártico de poder, completando la tríada con dirigentes y jugadores en representación de un ideal del Hincha Argentino por antonomasia y con mayúsculas. Lo que jamás se puede decir, a pesar de su pasado violentista no tan lejano -en 1994 casi se come crudo a un árbitro paraguayo en un aeropuerto uruguayo-, que se haya excedido en los primeros tiempos de agarrarse a piñas hasta que saltaba la chocolata o volaba algún diente por un bandera, nada más, a piña limpia, reconocido con bastante cinismo para una tapa de La Nación, a coro con el máximo capo barra brava de entonces, con acceso directo a su despacho de la AFA sin juntar orines como cualquier otro dirigente, que "en la Argentina si no hay un muerto no pasa nada”, es que haya ordenado cualquier acción violenta, menos que menor mandar a matar a alguien. Ni sus más acérrimos enemigos, que los tiene por legión aunque practiquen la adulonería de manera abyecta. Ahora, eso sí, del mismo modo resulta imposible encontrar que haya hecho algo aunque sea para paliar la violencia futbolera. Su creencia legitimadora [Carlos Marx] es que esa violencia está en la sociedad y que por lo tanto es un problema policial donde la dirigencia deportiva no tiene nada ninguna responsabilidad ni nada que hacer como no sea confeccionar los fixtures, imprimir las entradas, nombrar a los referís y sancionar a los jugadores que no observan un comportamiento acorde a lo que mínimamente se puede todavía seguir considerando deportivo. Mientras tanto, todas las semanas, de las arcas de la AFA es de donde salen los dineros para los que van a matar (léase: policías) bajo el rubro servicios adicionales y los talonarios de entradas gratis para los que van a morir, cuando no también a matar (léase: barras bravas), y así poder cumplimentar el vital aliento moral a todo trance. Sin contar el nunca aclarado y pingüe negocio de las falsificación de entradas como el charteo de Súper Barras Bravas a los mundiales, como ocurrió en 1990, donde se tuvo la tupé de embarcarlos en el mismo Jumbo 747 de Aerolíneas Argentinas reservado desde varios meses antes para llevar a los dirigentes e invitados especiales a los que después los discos duros le hacen crash y se olvidan de todo lo que ven, oyen y dicen. En un país de medias lenguas, datos confidenciales, cantidades de no vayas a decir que yo te lo dije, no hay corrillo oficial en que no se lo acuse de borrarse de cuanto puede, que es más escurridizo que una anguila envaselinada y varias cosas más.

Escupidas al ventilador, al fin y al cabo. ¿Por qué los cagones con cargos públicos nunca se le animaron y le dijeron en voz alta lo que sabe todo el mundo?

Todo un fenómeno, no se puede negar.

Un fenómeno bien argentino, por cierto.

Y desde 1956 en la génesis de la violencia futbolera organizada, como fueron las barras fuertes denunciadas por La Razón ya desde octubre de 1958. Amén de contabilizar a su favor, que es lo mejor que sabe hacer, con un respetable monumento en vida, erigido casi medio siglo después de actividad consecuente e ininterrumpida: el Estadio Julio Humberto Grondona, todo de cemento pintado de un celeste azulado y un rojo apagado, por supuesto, que el Arsenal F.C., inauguró casi abajo del viaducto de Sarandí en agosto del 2004.