miércoles, 8 de octubre de 2008

“QUE ME VOY PA’LA HABANA, CHICO,/ Y NO VUELVO MAS…”

Una de las últimas ediciones del libro de Rodolfo Walsh.

En la Argentina otra vez había campeonado el Racing Club de Avellaneda, de los Barceló, Ruggerito y Gardel; el Sportivo Cereijo con el que simpatizaba el exiliado caudillo y que lo habían rebautizado de ese modo por el doble cilindro que les había regalado como estadio en 1950. El otro torneo, en un país insólito desde donde se lo mire, se lo había quedado Atlanta, Los Bohemios del Villa Crespo de Adán Buenoayres. La venta de entradas populares había caído otro 20%, despoblando todavía más los tablones. El joven periodista, escritor, traductor y corrector de galeras Rodolfo Walsh se da cuenta que el gobierno de Frondizi no va a hacer nada en torno a todo lo que él había averiguado y publicado durante 28 semanas también en el semanario Mayoría en torno al asesinato del abogado Marcos Satanowsky, al que habían ejecutado de manera un tanto improvisada, luego de hacerlo caer en una trampa casi intantil, el 13 de junio de 1957, en su estudio del 2º piso de San Martín 536. Tres individuos que poco menos hedían a bajo fondo entraron lo más rampantes a las 10:30 y se hicieron llevar para escritorio del exitoso abogado nacido en Kiev, ganadero, primer presidente de la Sociedad Hebraica y con llegada rutilante a la mismísima Sociedad Rural, donde habáin acordado una cita con un pretexto banal y le destrozaron bastante la cara a culatazos y le metieron un balazo calibre 38 debajo del cuello, aparentemente en busca de documentación que acreditaba la venta y/o cesión por un millón de dólares a Miguel Miranda, el famoso ministro de Economía del primer peronismo, por parte de Ricardo Peralta Ramos, principal accionista del vespertino La Razón con el que se querían quedar desde un primer momento los de la Revolución Libertadora por considerarlo parte del paquete que manejaba el mayor Carlos Aloé. No encontraron ni se llevaron nada. El profesional ucraniano nacionalizado argentino, de 64 años, soltero, murió en brazos de su hermano, y habría alcanzado a decir: “¿Por qué lo hicieron? No los conozco”, según una muy imaginativa reconstrucción de Clarín realizada bastantes años después. Las averiguaciones hechas por Walsh, publicadas en el mendionado semanario a partir de junio de 1958, a un año del asesinato, que ya había publicado Operación Masacre, con los fusilamientos de José León Suárez a raíz de un abortado levantamiento militar del 9 de junio de 1956, sorprendido por el ataque de cuatro torpes gorilas y al parecer carentes de todo profesionalismo, el abogado que acababa de regresar de Europa e Israel, luego de firmales un autógrafo en su mentado tratado de Derecho Comercial a uno de los atacantes, murió sin poder pronunciar una palabra, la cara desfigurada a culatazos y el balazo abajo de la garganta.

Para Walsh todos los rastros apuntaban a la SIDE, el tan mentado y sórdido organismo justamente fundado por los Libertadores del 55 y vigente hasta hoy, siempre al servicio del poder de turno y con unos extras extorsivos dadas las cosas que se saben y mejor que no se divulguen, por ese entonces a cargo del general Juan Constantino Cuaranta, quien en los dichos populares le atribuían una frase digna del bronce: “La libertad es libre”. El coeficiente intelectual del primer jefe del famoso servicio de inteligencia se la ratificó a Walsh el propio Perón, quien le dijo que toda esa capacidad su camarada de armas la había volcado en el único libro que había escrito e intitulado La posición de descanso.
Tampoco tuvo empacho alguno, llegado el momento, en visitar a la cárcel a uno de los principales imputados, que no permaneció sin libertad por mucho tiempo. En cuanto a gatillos ejecutores de lo que con el tiempo se tomará como el primer antecedente del terrorismo de Estado que se va a enseñorear a mediados de los '70, no tardó en aparecer Marcelino Castor Lorenzo, (a) El Huaso, un guardaespaldas de políticos con homicidios y otros delitos varios, que tenía la debilidad de machucar a sus víctimas con la culata de su infaltable 38 y quien había señalado a su colega Américo Pérez Griz, que casualmente se encontraba preso en el Paraguay del caricativo Colorado Stroessner por un asunto de venta de armas y planificación de supuestos atentados magnicidas. Cuando asumió Frondizi, el caso fue reflotado y aunque no figuraba en el Pacto Secreto firmado con Perón, se llevó al pie de la letra una de sus más famosas máximas del manejo político criollo: “Cuando se quiere que de algo no se sepa nada, lo primero que hay que hacer es nombrar una Comisión Investigadora.”

Dicho y hecho. El Congreso formó una, se hizo el estrépito mediático acorde a las circunstancias, al frente lo puso al verborrágico y estentóreo Agustín Rodríguez Araya, de la UCRP, una versión rosarina del Chino Balbín, quien comandó la delegación que fue hasta la capital paraguaya a interrogar a Pérez Griz, quien ya le había confesado a la policía local su participación en el hecho y otros datos sustanciosos. Los resultados fueron medio millar de carillas mecanografiadas. El parlamentario santafesino no era hombre de arrugar ni de andarse con chiquitas, sobre todo a la hora de adjetivar y pulsar la viola. Eso sí, salvo que no lo traicionara su indoblegable naturaleza canalla porque era capaz de cualquier cosa por el Rosario Central que fue siempre la razón de su existir.

No pasó nada. A los sospechosos detenidos los soltaron, a los Peralta Ramos terminarían devolviéndoles el diario, con una de las fintas que lo caracterizaron tan tristemente el autor de Política & Petróleo lo nombró a Cuaranta embajador en el reino de Bélgica y faltaba poco para terminar ese 1958 cuando no sin frustración, entre otras cosas, Walsh decidió que no publicaría la serie de notas aparecidas desde junio a diciembre en Mayoría, pero en formato libro, como había hecho con las otras del asesinato en masa de los basurales de José L. Suárez. Un año antes a la asunción de la fórmula del FREJULI, en la primavera de 1972, con 68 intensos años a cuestas, El Huaso Castor Lorenzo, también de la patota de delincuentes de segunda línea con que su primer jefe conformó el el staff inicial de la SIDE y sindicado como en algún momento como el gatillo que asesinó a Satanowsky, mientras que Pérez Griz se había limitado a su trabajo de chofer, a esperarlos en la puerta para asegurar la huída, le habría confesado a un amigo: “Tengo un secreto del cual pienso sacar provecho”, según otra libre reconstrucción de Clarín, siempre varios años después. A los pocos días, el 14 de octubre a las 10:00, según precisa Walsh, una ráfaga de ametralladora, en plena mañana de Avellaneda, cuando estaba en la puerta del depósito de hojalara del que era cuidador, le evitaba todo lo anodino de lo que comúnmente la gente llama muerte natural. En las sucesivas ediciones del libro, el autor de Operación Masacre no hace ningún comentario ni insinuación de motivos y/o motivos ante este evidente ajuste de cuentas.

Al año siguiente, en 1973, recién aparecería el Caso Satanowsky como libro. Hacía poco había asumido El Tío Cámpora, con su séquito montonero, en un acto cuya acta refrendaron el chileno Salvador Allende y el cubano Osvaldo Dorticós Corrado, y esa edición entró a circular antes que al odontólogo bonaerense graduado de odontólogo en la Universidad Nacional de Córdoba, lo defenestraran por el yerno de López Rega, una figura que arrastraba ser nada menos que presidente de la Cámara de Diputados, para lo cual tuvieron que allanarle el camino quitando también del medio al vicepresidente, un comodín conservador llamado Vicente Solano Lima, y la propiedad de una colección de 300 corbatas y ser amante de una estrella del cine local, una paqueta de cuerpo escultural que hablaba siempre con una papa en la boca por el arribismo de querer aparecer cheta con berretines intelectuales cuando era hija natural de un militar del montón con una ciudadana de clase media, razón por la cual usó un seudónimo de mucho lustre literario, y cuyo romance por izquierda duró hasta que la corneteada, hija del Brujo, se enteró y decidió cortar por lo sano. Un par de muchachos de la patota le dejaron mormosa esas facciones casi perfectas, aplacándole de manera convincente e inapelable la falta de educación que es andar pasando el pancito en plato ajeno.

En la noche del 29 de diciembre, arriba de cuanto vehículo más o menos en condiciones y que por lo menos arrancara, el comandante Guevara emprendió el camino hacia La Habana, amontonado en un viejo y ostentoso en otro tiempo auto Made in USA, apretujado con su compañera Aleida y su custodia, con la orden de tomarla como sea. Sabía que por el sur, bordeando el Caribe, venía la otra columna, con su ya íntimo amigo Camilo Cienfuegos a la cabeza, también comandante, a cual de los dos más delirante, en el fondo dos muchachones con un ya bien ganado prestigio militar y político, pero que jamás pudieron superar una adolescencia que bien pudo ser eterna y les ganó la muerte en lo mejor de la vida. El campesino Cienfuegos, proveniente de una familia que había practicado la rebeldía social ante la injusticia latifundista desde siempre, intentaría la toma de la capital por el norte. El 31 de diciembre, con 100 millones de dólares para los viáticos y otros gastos de bolsillo, más la compañía de su círculo más íntimo, el general Fulgencio Batista ponía pies en polvorosa. Destino: la Ciudad Trujillo donde ya estaba Perón y su tercera esposa, todo en perfecto y silencioso orden bajo el mando del coronel croata Milo de Bogetich y sus Escarabajitos.

1959 llegaría con el triunfo de la Revolución Cubana a cargo de unos barbudos, como se los llamaba, casi exóticos y que hasta levantaban las frívolas simpatías de las señoras gordas. Además, no se sabía para que lado políticamente pateaban y peor que el régimen que acaban de abatir no podía haber. Los comandantes Cienfuegos y Guevara, cada uno en un extremo de La Habana, aguardaban vigilantes la llegada de la máxima figura, el abogado Fidel Castro Ruz devenido en jefe militar, que por momentos a paso de hombre, parado en un jeep, rodeado por un gentío frenético que lo aclamaba hasta el paroxismo por haberlos liberado de tanto despotismo, tenía que llegar sí o sí, cosa de cumplimentar la toma oficial del poder y armar algo parecido a un gobierno porque no tenían experiencia ni libreto alguno sobre el particular. En los primeros días de la Sierra Maestra, el doctor Ernesto Guevara de la Serna, porque había sido incorporado a la guerrilla, dado el asma que lo aquejaba, como médico, no como combatiente, y menos como comandante de columna, sin embargo no había tenido empacho en confesar a sus compañeros guerrilleros, en torno a fogatas nocturnas donde las más de las veces sólo tenían agua para tomar, algo más que sus dudas, sino su total convicción que lo que iban a conseguir iba a ser otra forrada más, una huevada como les había vaticinado el mecánico chileno cuando iban con Pedernerita y se les partió el cuadro de la moto en dos y le pidieron, le rogaron que los ayudara y para qué la querían, en ese entonces solamente llegar a los leprosarios venezolanos y trabajar como voluntarios; una chingada como decían en el México del que habían partido, bien a la latinoamericana: llegar el gobierno, enjuiciar y hasta fusilar a media docena de corruptos y asesinos, después todo más de lo mismo.

The show must beguin.

En ese caso él se iba a ir inmediatamente porque una verdadera revolución era otra cosa y él ya se iba a encargar de demostrarlo, en el país que fuera, eso era lo de menos.

En Buenos Aires, los levantiscos obreros del frigorífico Lisandro de la Torre, en el proletario barrio de Mataderos, llamado así en honor y para la memoria del Fiscal de la Patria que había denunciado en el Senado el negociado de las carnes con Inglaterra, se habían retobado y tomado las instalaciones. El presidente Frondizi ordenaría reprimir y desalojarlos con tropas del ejército, objetivos que se efectivizaron sin dilaciones y con la firmeza propia de las circunstancias. El resultado serán 5200 cesantías. La contraofensiva peronista desde el sindicalismo se haría sentir y se da la paradoja que se estrenará con ellos el Plan CONINTES (Conmoción Interna del Estado), aprobado en las últimos estertores de la segunda presidencia de Perón y que nunca se había a llegado a aplicar, no sólo por el derrocamiento de setiembre de 1955. Para explicar los alcances de la Revolución Cubana, ya formalizada su calidad de primer ministro, no sin antes sufrir unas cuantas idas y venidas, como parte de una gira por Sudamérica llega a Buenos Aires el comandante Fidel Castro Ruz. Trata de hacerle entender a Frondizi que EE.UU. tiene que elaborar un plan de ayuda para Latinoamérica, que se va a materializar en la promocionada Alianza para el Progreso.

En materia futbolera, como lo consagraría el matutino La Nación, comenzaba el Año de los Empresarios y esto no tardaría en notarse con la reducción de equipos en primera, contratación a destajo de DTs y jugadores extranjeros, y no pasaría mucho sin que se produjeran dos muertes más, y en el Mundial de 1962, bajo la conducción del Toto Lorenzo, que entrenaba a los jugadores haciendo correr gallinas, el escenario de la nueva frustración sería la Rancagua donde el un tanto dicharachero por las ingestas brigadier O’Higgins había brindado por la salud del libertador San Martín y hasta ofrecido el gobierno de esas tierras, algo que fue rechazado de plano y sin mayores cortesías. Por lo menos, otra vez en el verde del césped, disfrutando de las dichosas y merecidas vacaciones de la realidad, frente a otros comunistas, esta vez from Bulgaria, no había habido goleada, pero el desabrido empate jugando a no se sabe qué, porque para los que empezaron a ser antiguos aquello fútbol, lo que había sido entendido hasta entonces como tal, no fue, pero sea lo que haya sido significó el retorno a casa en la primera vuelta. Menos mal que Chile queda cerca. En Latinoamérica, sobre todo después del fracaso de la invasión de la Bahía de Cochinos, que había impulsado John Fitzgerald Kennedy, un paladín de la democracia mundiual cuyo representante en la Argentina fuera Arturo Frondizi y en tal carácter mantenido una entrevista a medias secreta, en Olivos, con su compatriota Ernesto Guevara de la Serna, el que casi ruborizándose, cuando el anfitrión le había ofrecido que para cenar en la residencia presidencial de Olivos pidiera lo que quisiera, con gesto infantil rogó si podía ser lo ya era casi un antojo, por todo el tiempo que hacía que no lo comía: un churrasco con papas fritas a caballo; después, de ser posible, apenas cinco minutos para visitar a la tía Beatriz que lo abastecía de yerba, estuviera donde estuviera. El enviado que había llegado desde el Uruguay, luego de furtivas negociaciones, en una avioneta entre gallos y medias noches, zafando de un atentado militar contra su vida de casualidad, acaba de calificar, como representante cubano oficial, en la reunión la OEA de Punta del Este, a la loada Alianza para el Progreso como una Letrinocracia que no merecía siquiera ser considerada seriamente.

En América había comenzado otra historia.

En el fútbol argentino, por su parte, otro partido. O también, si se quiere, un Gran Negocio Gran. Pero ocurre que lo simbólico representado como espectáculo ya no permitirá más la ansiada y necesaria evasión, estar un ratito a solas aunque sea con la ilusión de la libertad plena, sino un replay de la cada vez más insoportable realidad cotidiana. Estos absurdos, estos resquebrajamientos en la estructura social son los que permiten abonar a la violencia en cualquiera de sus manifestaciones como una necesidad sentida [Giuseppe Prezzolini].


Santa María de los Buenos Ayres, octubre 8 del 2008.